
Estamos a finales de mayo. Aquí en América de sur, más precisamente en Buenos Aires ha comenzado recientemente el otoño y los días comienzan a ser grises y las hojas amarillas. La gente esta pálida y con la nariz colorada, estornuda o tiene gripe y se queja del frio.
A mí me gusta el otoño y el olor a otoño y los colores del otoño, aunque piense en el verano donde mis emociones se estabilizan un poco con la luz. El otoño me tiene triste, pero claro, no es el otoño quien me tiene triste. No es el otoño ni el invierno ni la primavera ni el verano. Es algo espantoso que se desplaza por el aire y me visita por las noches. Sobre todo a mitad de la noche, casi de madrugada, a la hora del lobo, ahí es cuando me visita y se instala en mí con un peso que me hunde hasta los confines de la tierra. El sin sentido es mi aliado desde la adolescencia, es bienvenido. No lo odio, ni estoy en desacuerdo con él, pero tristemente me opaca la existencia y en esta estación del año, se hace más difícil. Aunque está presente en las cuatro. Se acerca y parece querer quedarse junto a mí desplazando de lugar a mis ilusiones, a mi alegría, mi dicha, mi felicidad, mi cara de buena y mi simpatía, haciendo del espacio, adentro y afuera, un lugar cerrado. ¿Qué hice yo para merecer esto? ¿Ser humana? ¿La condena es para todos igual? ¿O algunos las sentimos más que otros? ¿La sensibilidad me jodio la vida? ¿O todos estamos jodidos? Tengo un pasado que me gusta. Un presente que me disgusta y un futuro que me encanta. Me gusta el amor. Me gusta el placer. Aunque el amor es una ficción inventada y el placer una realidad tatuada en la piel…

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